LLUÍS PLA VARGAS
Universitat de Barcelona
Introducción
La concepción actual del pluralismo en Occidente goza de un reconocimiento
amplio e indisputable gracias a que reposa, como figura ideológica,
sobre la estructura de la sociedad de consumo. Puede argumentarse,
por tanto, que las características expresiones ético-políticas del
pluralismo responden a una actitud de fondo que exalta, a partir de la
segunda mitad del siglo XX, la pluralidad de objetos de consumo que la
dinámica de un capitalismo en fase monopolista genera de forma constante
y creciente. En este sentido, nos parece que la bondad que la sociedad
de consumo encuentra, prima facie, en la pluralidad de objetos y,
en segundo término, en la de gustos, estilos de vida, opiniones e ideas,
no puede ser disociada de la tan en boga actitud teórica que hace de la
pluralidad en sí un valor. En relación con la sociedad de consumo, procuraremos mostrar que su defensa del pluralismo se revela como una estrategia de ocultación de una pleitesía aún más fundamental: la que rinde
al valor de la rentabilidad; en cambio, respecto a la actitud pluralista,
intentaremos mostrar sus raíces filosóficas contemporáneas y su declive
actual en la forma de una mera acreditación del subjetivismo. En la primera
sección de este trabajo, pretendemos hacer ver que la idea contemporánea
de pluralismo surgió en el contexto de la crítica a la Ilustración,
teniendo en Nietzsche un portavoz eminente. En la segunda sección, pretendemos explicar en qué consiste básicamente la experiencia de la pluralidad en la era del consumo masivo y el modo en que el pluralismo que
se deriva de ella y la justifica acaba reduciéndose a un subjetivismo de
corto alcance. Estas dos secciones constituirían la primera parte del estudio.
En la tercera sección, en cambio, exponemos las reflexiones de
Peter L. Berger y Thomas Luckmann en relación con el pluralismo. Por
último, en la cuarta, las discutimos apoyándonos, no sólo en nuestras
aportaciones anteriores, sino también en las del sociólogo polaco Zygmunt
Bauman. Estas dos secciones pueden ser consideradas como la segunda
parte del estudio.
1. Ilustración y pluralismo
La filosofía de la Ilustración tuvo en términos generales una pretensión
antipluralista similar a la mantenida por filosofías anteriores, como
el Racionalismo, o por concepciones críticas posteriores, como el idealismo
hegeliano o el materialismo histórico de Marx.1 Pese a que la
Ilustración propuso un modelo de racionalidad aparentemente más abierto
que el cartesiano y destacó la relevancia de otras instancias de conocimiento,
como los sentimientos, su epistemología se constituyó sobre
la base de un referente poderoso: los resultados exitosos que la aplicación
del método experimental había logrado en el terreno de la comprensión
del mundo por parte de la ciencia. El sistema de la naturaleza,
tal como aparece descrito en Holbach o Newton, contempla la posibilidad
de que la razón humana no alcance un entendimiento pormenorizado de
todas las series de los fenómenos, pero establece a priori su comprensibilidad
por parte de ella: podrán ocurrir sucesos inesperados, pero no
sucesos que contradigan las exigencias más generales impuestas por la
razón. Kant ofreció en la Crítica de la razón pura la justificación filosófica
de este modelo mediante la fundamentación de un sujeto transcendental
capaz de un conocimiento verdadero y justificado y, en cuya aspiración,
había de dominar y acabar trascendiendo necesariamente la
pluralidad caótica de sensaciones que se le presentase en la experiencia.
La regulación de la pluralidad y su postergación subsiguiente en la fuente
misma del conocimiento, que es la experiencia sometida a las formas
puras de la sensibilidad, determina su ausencia en el resto del proceso
cognitivo. En consecuencia, para Kant, no resultaba posible articular
un enfrentamiento de la razón con la pluralidad de la experiencia, en el
cual ésta quedara preservada en su misma naturaleza, a no ser que fuese
a cambio de la extinción de todo conocimiento válido. El espíritu de
este razonamiento no puede dejar de observarse en los textos que Kant
dedica a la idea de progreso dentro del campo, que él mismo inaugura,
de la filosofía de la historia. Por ejemplo, la idea de que será precisamente
el antagonismo entre los sujetos -la insociable sociabilidad- el que
conduzca a la instauración de un orden legal, al mismo tiempo superador
y conciliador de aquéllos, en el que la máxima libertad se halla delimitada
por un poder irresistible.2 guarda un paralelismo evidente con
la tesis central de la estética transcendental según la cual la pluralidad
de las sensaciones, incluidas sus propias incoherencias, acabará siendo
doblegada por el primer orden de inteligibilidad que introducen el espa-
cio y el tiempo entendidos como formas a priori de la sensibilidad. Por
consiguiente, la racionalidad ilustrada, tal como se expresa en su pensador
más clásico, viene a sostener que tanto el ideal epistemológico como
la aspiración de un ordenamiento social justo han de regirse por el
mismo esquema paralelo de avasallamiento y disolución de la pluralidad.
En contra de su asumido pluralismo, la comunidad intelectual y la sensibilidad
social actuales parecen coincidir en general sobre la acusación
de que este marco de reflexión ilustrado estaba abonado al ejercicio de
un despotismo inaceptable: el de no reconocer la diversidad. En respuesta,
se ha pasado con suma rapidez de la constatación de la pluralidad
a la admisión de su irreductibilidad y, de ahí, a la glorificación implícita
de la misma que el concepto de pluralismo acarrea actualmente.
Y es por ello que hoy, cuando la condena a la proliferación de los ismos
ha devenido obsoleta por constituir una ideología más, sólo que reactiva,
entre el bosque petrificado de tantas otras, la cultura política actual
aún conserva, empeñándose en despojarlo de todo vestigio ideológico,
su propio ismo; uno que, en coherencia con el escenario, no refiere a opción
teórica alguna, sino que se limita a expresar a un tiempo la efervescencia
de todas las opciones y su disolución total. Desde la perspectiva
de un mundo globalizado, la pluralidad es, junto a su contraimagen,
la tendencia a la homogeneización, un fenómeno incontestable.
Precisamente por ello, a su defensa le acecha siempre el peligro de convertirse
en una vulgaridad filosófica si se asimila al aval irreflexivo de
cualquier opción ideológica, sea ésta política o moral, epistemológica u
ontológica, y de tal reproche no se escapa a pesar de que establezca la
restricción, escasamente consoladora, de que esa protección no se extiende
a aquellas opciones que pretendan socavar o negar el propio
pluralismo que las ha posibilitado. El hastío que se incorpora en esta descripción sugiere que la idea de pluralismo alberga algo profundamente
insatisfactorio para la racionalidad derivada de la Ilustración. No en vano
la mundanización necesaria de la política, su apertura a las doxae bajo
la forma hipócrita del sondeo de opinión, su conversión temprana de
mecanismo rector orientado a fines a órgano de gestión de los conflictos,
su devaluación a la forma de una escenificación en los medios de comunicación, se ha realizado en paralelo con el desasimiento de toda idea
de fundamentación trascendental en el ámbito de la filosofía. Ésta, en su
repliegue, ha unido a la consciencia del fracaso, expresada en el recorte
de sus aspiraciones emancipatorias, la obligación pesarosa de rendir
cuentas de la multiplicidad. De este modo, la tarea que, desde Parménides
hasta Kant, había configurado el objetivo legítimo de la episteme: reducir
el caos fenoménico a una unidad subyacente que no sólo lo explica
sino que además lo diluye, proyectándonos así a la verdad del objeto,
habría acabado por semejar hoy un paradójico ejercicio de intolerantes,
los cuales susurrarían ladinamente palabras de liberación para disimular
entretanto la imposición de su propia perspectiva. En ese sentido, la
actual coincidencia en el mismo coro de intelectuales prestigiosos y adolescentes que se inician en la lectura de ensayos confirma la amalgama
de una época empeñada paradójicamente en dar la razón a Nietzsche, el
cual ya advirtió de que la verdad no sólo no nos libera, sino que mutila
nuestra consciencia al sustituir las viejas formas de sometimiento por
otra cuya eficacia precisamente consiste en disipar toda sospecha de que
se pueda ser un esclavo, ya que, naturalmente, toda discusión posible ha
de extinguirse frente al reconocimiento de la verdad. Ahora, el descenso
del pedestal, la huida del fondo del escenario, se realiza a cambio de
que el pensamiento filosófico procure orientarse en lo que hasta ayer promovía
toda desorientación: lo múltiple debe ser pensado en su multiplicidad
sin que pueda abrigarse la esperanza, como en Kant, de un posible
enlace general, el cual, como brújula, oriente hacia lo universal. Por
esta razón, aquellos que, hallándose todo lo que resulta posible al margen
de las alternativas deconstructivas, afrontan los nuevos retos intelectuales,
han de acompañar el gesto analítico con un secreto disgusto o
una indisimulada desazón, porque todas las formas de pluralismo: el pluralismo democrático, el relativismo ético, el pluralismo epistemológico,
la multiculturalidad, etc... plantean a la filosofía de cuño ilustrado un desafío
de flexibilización tal que o bien ésta se desarrolla desde la crispación
o bien acaba refugiándose en el silencio.
En cualquier caso, que aquel digno esfuerzo por obtener una visión
comprensiva del sujeto y el mundo, cuyo correlato práctico no debía
ser otro que el logro de la libertad desde la razón, sea cuestionado hoy
en día, revela hasta qué punto la atención desmesurada a lo inmediato,
actual e instantáneo, en suma: la vigilancia de lo plural, ha sobrecargado
con otros y nuevos grilletes la andadura de los hombres. En este sentido,
aquella sugerencia de Rousseau según la cual el esclavo genuino no
es el que arrastra las cadenas sino aquel que se ha acostumbrado a ellas
adquiere así una actualidad que, sin embargo, no es reconocida. Cualquier
mirada superficial en el presente, igual que en el pasado, no hace más
que poner en plano de igualdad desgraciada a todos aquellos que andan
con cadenas, mientras que una visión más reflexiva sólo se justifi-
ca en la medida de que se conecta con la subjetividad de aquel que las
acarrea. Pues bien, nos parece que es sólo en la esfera de este encuentro,
en el dominio de esta empatía, en la relación entre estas dos experiencias
de racionalidad, que puede accederse a un momento de verdad
y distinguirse al sometido del liberado, al hábito del monje. Y pensamos
que, análogamente, cabría hacer una reflexión similar en relación
con aquello que presupone todo pluralismo; esto es, debería poder distinguirse
la pluralidad sometida a nuestro propio sistema de valores, y
que, por conocida, resulta predecible y tranquilizadora, de aquella otra
no vinculada a nuestra circunstancia cultural y que, por desconocida y libre,
produce inquietud e incluso rechazo. Sucede frecuentemente que,
habituados a la pluralidad de las sociedades occidentales modernas, pretendemos abordar, por medio de esta experiencia familiar, el carácter indómito de la otra pluralidad, la que, procediendo de coordenadas culturales
distintas, nos sorprende en el orden de las ideas y en el de las
prácticas. Sugerimos, pues, analizar por separado dos pluralidades: una
externa a las sociedades occidentales, vinculada ostensiblemente a la
dispersión cultural global, y otra interna a las mismas, alimentada por la
explosión contemporánea de las fuentes legítimas de opinión sobre la base
del consumo masivo y cuyo caso límite y, por ello, ridículo, hace referencia
a la inconmensurabilidad de las representaciones subjetivas
individuales.
Esta burda ficción, por cierto, se desliza hoy tanto en el discurso de
todo intelectual que hace de la diferencia un valor (en último término, a
menudo, contradictoriamente, el único valor) como en la intervención insegura
del quinceañero en el debate escolar cuando formula su inconsciente
dogma de fe: todos somos diferentes, todos pensamos de forma
diferente. No obstante, a despecho del sabio cuyo radicalismo no es incompatible con su apego institucional, un cierto sentido de verdad reluce
un instante en el caso del alumno. Su inseguridad no denota timidez;
por el contrario: es la expresión de una primera perplejidad acerca del
dogma una vez se ha visto obligado a defenderlo en público. En la medida
que la pluralidad, indistinta, sólo plural, obtiene, por su mera enunciación,
una defensa implícita e indiscriminada, está incorporando una
semilla de opresión bajo la máscara opuesta, luminosa, de ser un reconocimiento de los hombres en su diversidad; pero este antifaz, que parece
dotar al pluralismo de una fuerza moral arrolladora, sólo denota una
insuficiencia teórica, ésta sí, intolerable. De aquí que, mediante la denuncia
de esta incomprensión, pueda justificarse todavía un sentido
mínimamente ilustrado de crítica filosófica que también restituya, aunque
sea como lejano destello, parte de su viejas aspiraciones morales.
En el siglo XX se institucionalizó una interpretación de la obra de
Nietzsche en la que se le destacaba como el autor que, quizás a su pesar,
había socavado el proyecto ilustrado de manera más radical y demoledora.
Se sugería explícita o implícitamente que tal lectura de Nietzsche
–unida tal vez a la de Heidegger y Freud- habría de conducir por caminos
aún por trazar a una filosofía definitivamente postilustrada, dado que
estos autores aún podían reconocerse como críticos de la Ilustración. Sin
entrar a valorar esta tesis, parece que sí puede defenderse que Nietzsche
contribuyó a extender la idea y plausibilidad de un determinado pluralismo
dentro de la filosofía contemporánea y, debido a que continúa siendo
un autor relativamente popular, esta influencia alcanzó a impregnar
amplias capas de la población europea, si bien lo hizo mediante la paradoja
de ir contra el pluralismo incipiente de la sociedad de su tiempo a
través de una filosofía que hace del pluralismo valorativo el motivo básico
de su reflexión. En un pasaje de sus Fragmentos Póstumos, por ejemplo,
podemos leer: «El progresivo embrutecimiento del espíritu europeo,
una torpe rigidez que se oye encomiar como rectitud o espíritu científico:
éstos son los efectos del espíritu democrático de la época y de su ambiente
húmedo; y más concretamente, es el efecto de la lectura de periódicos.
Se quiere comodidad o embriaguez cuando se lee. La mayor
parte de lo que se lee es periódico o estilo periodístico. [...] Pero hay
algo detrás de lo que se dice y se piensa, que habla en los libros más
de lo que en ellos se dice. La libertad de la prensa mata el estilo y, por
último, el espíritu: esto ya lo sabía Galiani hace cien años. La ‘libertad de
pensamiento’ acaba con el pensador.»3 Justamente por haber percibido
con claridad el vínculo entre pluralismo y diferenciación social, característico
de la contemporaneidad, Nietzsche puede permitirse la descalificación
de una época que le desagrada profundamente atacando aquellos
ideales de la Ilustración radical que la reflejarían en lo mejor: la ley como
recipiente de la racionalidad, la democracia incipiente, el socialismo
y la deseada libertad de prensa. A veces, pese a su indisimulado aristocratismo, parece reparar en que el escenario le ofrece una oportunidad
inesperada a su propia filosofía, por desarticulada que ésta sea: «La ventaja
de estos tiempos: ‘Nada es verdad, todo es lícito.’».4
Ciertamente, ¿en qué otro contexto más que en estos tiempos hubiera
sido posible dar cabida a una reflexión tan peculiar como ésta en
la cual la asistematicidad deliberada, la insistencia en las valoraciones
como pilares de las creencias, la preferencia por la interpretación y su
inagotabilidad, el perspectivismo defendido como aporética teoría del conocimiento y la declaración de la apariencia como la única realidad accesible,
acaban por constituirse, en contra de su intención manifiesta, en
topoi filosóficos a la altura de la afirmación cartesiana del cogito o la distinción
kantiana entre fenómeno y nóumeno? Nietzsche se vio obligado
consecuentemente a denunciar aquello de lo que su filosofía es síntoma:
la estructura aforística de sus escritos, salvaguardada por un lenguaje
grandioso, reproduce el vaivén y la fugacidad de las opiniones, la misma
fisura en la consciencia filosófica europea que él cree detectar en el
surgimiento de las masas sometidas a una incipiente instrucción generalizada,
gracias a la cual pueden acceder a la lectura de los periódicos.
Pero el hecho de negarse a justificar este mundo -nótese: por haber abrazado
una opción valorativa, ligada a una imagen mítica del pasado homérico,
entre otras igualmente legítimas- no impide que esa toma de posición
no exprese ya el mundo plural que, con todo, desea rechazarse.
Porque siempre podrá pensarse que si le restamos al aforismo su agudeza
y riqueza léxica queda devaluado automáticamente a la simple
expresión de un estado de ánimo contingente, es decir, a una opinión.
Por otro lado, cuando se elogia la audacia de la asistematicidad de su
proyecto filosófico, que incorpora la voluntad deliberada -transmutada
paradójicamente en devoción- de destruir, no sólo el carácter sistemático
del propio pensamiento, sino incluso el del ajeno, ello siempre parece
revelar su sentido profundo en relación con el discurso filosófico anterior,
sin que parezca que quepa mencionar el anclaje, casual o no, de
este atrevimiento filosófico en la pluralidad ideológica del entorno social
decimonónico, donde explotan tendencias nacionalistas, obreristas,
anarquistas y reaccionarias de caracteres muy diversos. También se presenta
el pluralismo, en una nueva coincidencia, en este caso con el perspectivismo,
como el reinado irrestricto de la pluralidad de las interpretaciones,
de las versiones acerca de la realidad, bajo una doble exigencia
que Nietzsche habría suscrito sin ninguna dificultad: todas las versiones
son carenciales y no existe la posibilidad de que se den otras más de
éstas.
Sin embargo, aquello que indiscutiblemente salva a Nietzsche de su
propia acusación es que, en su caso, la libertad de pensamiento no extinguió
en él ni al pensador ni, por supuesto, al estilista, al orfebre de
la lengua alemana. Con un radicalismo genuino, fue capaz de enfrentar
el sordo mundo moral de un cristianismo europeo decadente a una pro-
yección de un pasado ajeno, el de la Grecia homérica, con vistas a provocar
una sacudida brutal en conciencias adormecidas por una triple ensoñación:
la de la gran filosofía y la ciencia positiva, la de la religión cristiana
y la del gregarismo social. En resumen: la admisión de la idea de
que todas las afirmaciones filosóficas o científicas son síntomas de valoraciones
previas adoptadas por aquellos que las enuncian convierte a
Nietzsche en un ejecutor convincente de la epistemología ilustrada y
del monismo moral que la acompañó. El pluralismo actual extrae motivos
filosóficos de legitimación de esta fuente; pero, al hacerlo así, deriva,
como intentaremos mostrar, hacia el subjetivismo más estéril.
2. La experiencia de la pluralidad bajo el consumismo
¿Cómo son estos tiempos en los que –como recordaba Nietzsche–
todo parece ser lícito? Y, en este sentido, ¿a qué experiencia de la pluralidad
interna a las sociedades desarrolladas modernas acceden principalmente
los miembros de las mismas?, ¿de qué modo se elabora filosóficamente
esta experiencia?, ¿qué concepto normativo de pluralismo
se deriva de tales reflexiones? Con la expectativa de poder responder estas
cuestiones, aunque sea de modo aproximado, proponemos concentrar
la atención en el factor que, a nuestro juicio, caracteriza fundamentalmente
a nuestra sociedad: el consumo. Así, pues, sostenemos
que, en el interior de las sociedades de Occidente, el único acceso mayoritario
de los individuos a la pluralidad o diversidad se lleva a cabo en
las actividades de consumo de la población. La creencia de que esta pluralidad
o diversidad es positiva es lo que convierte al pluralismo actual
en una ideología del consumo masivo. Para precisar qué queremos decir
con esta tesis y cuáles son sus implicaciones principales, nos será de utilidad
realizar primeramente una rápida digresión sobre la tipología de los
pluralismos sociales.
Roberto Rodríguez Guerra, en un artículo breve aunque sustancioso, ha
trazado una orientadora clasificación de los tipos de pluralismo operativos
en las sociedades desarrolladas de la actualidad. Caracteriza, en primer
lugar, al pluralismo posesivo, que, como producto lógico del individualismo
posesivo propio de las democracias liberales, atiende a la presencia
inevitable pero positiva de diversos grupos de interés que, dentro de las
reglas de juego establecidas en el Estado democrático liberal, presionan
todo lo posible para obtener beneficios de la acción gubernamental. En
segundo lugar, reconoce la entidad del pluralismo asociativo, conectado
con la emergencia de los nuevos movimientos sociales, los cuales, apartándose
de las reivindicaciones clásicas de los grupos de interés, buscan
ante todo generar una discusión pública en torno a valores como la paz,
la identidad, la solidaridad, la protección del medio ambiente, etc., valores
a los cuales Inglehart, hace casi treinta años, calificó de postmaterialistas.
Por último, se señala al pluralismo cultural, el cual se constata principalmente,
aunque no siempre, en los casos de la existencia de
comunidades establecidas fuera de su contexto cultural originario y cuyo
esfuerzo primordial se encuentra en llevar a cabo una lucha por el reconocimiento de sus miembros, no sólo en cuanto individuos privados y sujetos de derechos, sino también, y fundamentalmente, como miembros
definidos por su pertenencia a una colectividad determinada.5
Ahora bien, al día de hoy, en las sociedades de Occidente, así como en
aquellas más claramente occidentalizadas, creemos que puede hablarse
de la existencia de un pluralismo anterior a, y configurador de, todos
los mencionados. Sostenemos que el pluralismo genuino, el que subyace
y predomina socialmente, aparece como una ideología ligada esencialmente
a la dinámica mundializada del capital monopolista, el problema
principal del cual consiste en poder absorber los enormes excedentes
que él mismo está generando de forma constante y creciente. Un intento
de solución de este problema se puso de manifiesto en la generación
forzosa de una sociedad de consumo masivo, la cual ya era visible
poco después de la Segunda Guerra Mundial (al menos, en los Estados
Unidos), mientras que, paralelamente, el Estado, implicado en la doble
tarea de regular y potenciar la actividad económica y legitimar esa función
mediante gastos sociales, entró en crisis fiscal porque sus gastos superaban
inevitablemente sus ingresos. La explosión de las posibilidades
de consumo unida a la crisis estructural del Estado –sobre la cual se argumentará después la necesidad de su desmantelamiento– convierte a
toda forma de pluralismo político en una expresión retórica de libertad
ideológica cuya mera formalidad aún resulta más evidente en el momento
que se observa una pérdida progresiva de legitimidad de los referentes
públicos clásicos. El pluralismo existe, sin duda, pero vinculado a opciones
construidas sobre la matriz de significado que aportan los actos de
consumo; y es a este pluralismo –el cual, como producto de la modulación
del mercado, se genera desde el ámbito privado para legitimar en
última instancia a uno y otro– al que denominamos pluralismo del consumo
o ideología del consumo masivo.
En este sentido, supondremos que tanto el pluralismo posesivo como
el asociativo se incluyen como dos formas ideológicas particulares dentro
de lo que denominamos pluralismo del consumo6 y que éste, por tanto,
ha de ser distinguido claramente del pluralismo libre, cultural o externo,
el cual expresa un fenómeno de naturaleza completamente distinta,
si bien no ha de ocultarse que pueda tener efectos similares a aquél. Una
razón entre otras para establecer esta distinción de planos consiste en
que, mientras el pluralismo asociado a la pluralidad de objetos de consumo
no nos ayuda a comprender la pluralidad cultural, en cambio sí que
puede ocurrir que la presencia de ésta contribuya a la comprensión y relativización de aquél. Dicho en otros términos: sólo el encuentro y la convivencia con lo realmente ajeno a nosotros puede favorecer una comprensión no circunscrita a lo ya sabido, a lo ya esperado, a lo ya
considerado bueno, correcto, profano o sagrado. Por ejemplo, la aceptación
comprensiva de las diversas formas de emparejamiento que se
dan en una sociedad democrática y liberal como la nuestra no ayuda a
hacer más comprensible en general la institución del matrimonio concertado
establecida en contextos culturales tan diversos como China, el
Nepal o la India, pues se entiende generalmente que se trata de una imposición arbitraria e intolerable sobre los contrayentes. Pero es evidente
que esta práctica sólo puede reconocerse como un atropello cuando
se valora, por encima de cualquier otra cosa, la elección libre. En este
sentido, sólo una cierta mirada antropológica, fruto de inmersiones sucesivas
y provechosas en contextos culturales diversos, puede ayudar a
limar nuestra capacidad de comprensión y tolerancia, que, de otro modo,
encontrará en su propio contexto, si es ilustrado, ciertamente, una
apertura curiosa hacia lo diferente, pero también, como peligro ineludible,
la cerrazón de una inteligibilidad conformista, trasnochada, circular.
Las modernas sociedades de Occidente han podido hacer cuestión del
pluralismo cultural mediante debates sociales, políticos o filosóficos porque
se han visto en la obligación de lidiar con los problemas generados
por la presencia masiva en su seno de grupos culturales y étnicos muy
diversos como consecuencia de las dinámicas migratorias inherentes al
proceso de globalización. En este escenario, por tanto, el pluralismo cultural
ya aparece como un fenómeno interno a las sociedades occidentales.
Ahora bien, como ya hemos dicho, el pluralismo del consumo es interno
a ellas de un modo en que no lo puede ser el pluralismo libre o
cultural. Por consiguiente, la cuestión inmediata es especificar cómo arraiga
la ideología del consumo masivo, en qué dinámicas concretas se ge-
nera y cuáles son sus consecuencias más inmediatas o, retomando la insinuación nietzscheana, gracias a qué modulación especial de estos tiempos
puede surgir y aparecer como justificada.
La hipótesis que pretendemos defender, en definitiva, consiste en que
el pluralismo que se despliega en las sociedades desarrolladas contemporáneas
tiene como sus fuentes primordiales prácticas sociales institucionalizadas
económica y jurídicamente que se organizan alrededor de
los patrones actuales de consumo. La base de la limitación intrínseca
de este tipo de pluralismo se encontraría en la dependencia necesaria de
la totalidad de los sujetos al consumismo como factor regio de su actividad
pública, actividad que los enfrenta a una infinidad tal de opciones
que puede decirse, sin exageración, que la historia de los sistemas productivos
no había conocido nunca algo similar. Los hombres se hallan encadenados
a una dinámica de consumo desmedido o consumismo porque
ya no es la satisfacción de sus necesidades el objeto principal de sus
actos de consumo sino que, más bien, lo que se pretende que logren con
ellos es satisfacer la necesidad de ventas masivas de los productores, y
ello, por si fuera poco, bajo la rúbrica hipócrita de estar llevando a cabo
un ejercicio de su libertad. Por esta razón, el pluralismo legítimo dentro
de este escenario es el que se expresa únicamente en la diversidad de
las opciones de consumo y que, por consiguiente, acaba reduciendo todas
las alternativas posibles a opciones de este tipo, con lo cual puede
decirse que el consumo en su forma actual deviene el punto de apoyo
fundamental de cualquier manifestación del pluralismo en las sociedades
desarrolladas de hoy en día.
Las estructuras de producción y distribución de bienes y servicios, mediante
la innovación frenética de las necesidades de los individuos, fomentan
una pluralidad de gustos, prácticas, estilos de vida, opiniones políticas
y orientaciones morales, que se suponen no necesariamente
coincidentes, pero que se producen en todo caso dentro de los límites de
un orden en el cual las instituciones de la libertad individual y la propiedad
privada, junto a sus contrapartidas subjetivas, elección libre y satisfacción
privada, se mantienen constantes. Naturalmente, dado este
contexto, no debe pasarse por alto que la maquinaria de producción de
nuevas necesidades fagocita la diversidad cultural misma cuando ésta
deja de ser algo marginal y se transforma en objeto susceptible de consumo,
aun cuando sea de uno minoritario o selecto, para devolverla como
una calculada panoplia de souvenirs con la cual ornamentar los estilos
de vida ya a disposición. En este sentido, para una amplia mayoría
de la población de la sociedades desarrolladas, cualquier catálogo publicitario
en el que se destaquen los productos en oferta representa no
sólo una expresión privilegiada de pluralidad, sino también, muchas veces,
el único, grosero e insuperable baremo de la misma.
Si la orientación sexual, la confesión religiosa o la tendencia política
ya no parecen descansar sobre instancias psicosociales anteriores al individuo
sino, más bien, ser objetos de una elección personal, entonces
no es difícil llegar a pensar que no ha de haber problema alguno en que
los sujetos adopten de manera análoga ciertos aspectos de modos de vida
originarios de otros universos culturales. Debido a que se ha establecido
una capacidad productiva que incrementa regularmente la cantidad
y variedad de objetos susceptibles de ser escogidos y que, al menos en
amplios sectores de las sociedades avanzadas, resulta lícito presuponer
la existencia de los ingresos necesarios para poder ir obteniéndolos, no
resulta en modo alguno sorprendente que asistamos al ensalzamiento de
la libertad de elección y que, incluso, se categorice a la elección como
el rasgo definitorio básico de nuestra época. Peter L. Berger, por ejemplo,
así lo subraya: «es posible caracterizar la modernidad como un vasto
movimiento desde la confianza en el destino hasta la elección»;7 sugiere,
sin embargo, que no resulta teóricamente pertinente desorbitar
las consecuencias que se siguen de un mundo estructurado en base al
principio de elecciones forzosas y constantes ya que «la mayoría de las
personas se las arreglan más o menos bien en este universo de opciones
»8 y, lo que es más importante, tal situación favorece el descubrimiento
y la adhesión sincera de los individuos a juicios morales incontrarrestables
una vez son capaces de evitar los dos escollos principales:
el fanatismo y el relativismo.9 Otro sociólogo, David Lyon, también reconoce
la necesidad «de un enfoque ético, de una aproximación crítica a
la postmodernidad»,10 si bien nos propone un diagnóstico tan escasamente
tranquilizador del espacio contemporáneo del consumismo masivo
que casi no parece dejar lugar alguno para aquella exigencia, pues
sostiene que «los valores y las creencias ya no tienen coherencia, y
mucho menos continuidad, en un mundo de opciones de consumo, múltiples
medios de comunicación y (post)modernidad globalizada».11
Zygmunt Bauman, por su parte, agudiza claramente la dimensión patológica
de esta circunstancia existencial en la cual los sujetos se ven impelidos
constantemente a escoger y en la que, por tanto, la elección se
ha tornado condena: «Para incrementar la capacidad de consumo de
los consumidores, no se les debe dejar descansar nunca. Se les debe
mantener siempre despiertos y en alerta, hace falta exponerlos constantemente
a nuevas tentaciones para que se mantengan en un estado
de excitación que no decaiga nunca, en un estado de sospecha permanente
y descontento continuo.».12
El consumismo no se define simplemente por la presencia de un consumo
masivo y diversificado, sino, sobre todo, por una transformación
de los métodos de venta usuales en fases anteriores del capitalismo, en
las cuales, como dejó bien establecido Marx, la productividad se revelaba
como su razón básica. Los cambios de los métodos de venta comprenden
el incremento desmesurado de la publicidad, el imperio de la
moda, los estímulos al recambio constante de los productos, la creación
de necesidades más o menos artificiales y el aumento del número
de productos que satisfacen una misma necesidad.13 Puesto que estos
métodos de venta han de ser capaces de rentabilizar un volumen colosal
de artículos diversos, han de poseer forzosamente un carácter invasor
y es justamente de esta índole como los consumidores más conscientes
los perciben. La condena a la elección constante, la condena a la
libertad, que Sartre había considerado intrínseca a la condición humana,
carece ahora de su antiguo brillo porque, en la superposición de las campañas
de ventas y en el asalto perpetuo de la publicidad, no puede quedar
un solo instante para que los individuos, tomándose un respiro, reflexionen
sobre cuál es la mejor opción; es más, casi se podría decir que
la supresión del momento reflexivo ha de resultar forzosamente inevitable
porque éste no es necesario en absoluto cuando hay que elegir entre
productos de características idénticas. El pluralismo del consumo acaba
revelándose entonces como la justificación de una servidumbre
irreflexiva, potencialmente patológica y generadora de violencia en la
misma medida que no tolera la reflexión. Lo argumentamos. El carácter
privado general de todo acto de consumo favorece su incomprensión por
parte del que lo lleva a cabo, puesto que no se establece a partir de criterios
intersubjetivos sino sólo a través de la preferencia personal, por
tanto, no necesariamente compartible (y, virtualmente, no comprensible)
por otros.14 Si la tendencia a la satisfacción personal e inmediata se
fomenta, como así parece que se hace, hasta sus últimas consecuencias,
entonces el resultado probable es potencialmente patológico: la satisfacción
de las propias preferencias no sólo se antepone a la satisfacción
de las ajenas, sino que además se hace a expensas de ésta; en este sentido,
la irresponsabilidad tan característica de nuestros tiempos se observa
tanto en el caso del inversor global que no tiene ningún empacho
en provocar una crisis financiera con tal de salvar o aumentar sus beneficios
como en la figura del consumidor compulsivo tironeado en todas
direcciones y que, imposibilitado para lograr satisfacción, ya sólo desea
por desear. Por último, este orden de cosas y personas se manifiesta violento
en dos sentidos: primero, en un sentido intraindividual, porque oscurece
la racionalidad al propio sujeto de la misma e ilumina su arbitrariedad
o fantasía mientras lo sumerge en un mundo fragmentado; y,
segundo, en un sentido supraindividual, porque fuerza la obsolescencia
de todas las instancias que permitían discernir la existencia de vinculaciones
colectivas de los sujetos para acabar reduciéndolas a meras agrupaciones
contingentes de individuos con intereses o deseos particulares.
En suma, la experiencia de la pluralidad bajo el consumismo consiste básicamente en una forzosa circunstancia existencial abonada a la irreflexión,
la patología y la violencia.
En un mundo como éste, en el que la fragmentación producida por una
práctica única diluye la cohesión social en burdo gregarismo, en el que
la expresividad se arroga derechos frente a la racionalidad, en el que la
fantasía se alza frente a la verdad y en el que se exalta un individualismo
irrestricto mediante el regodeo en la satisfacción privada, todo es –todo
ha de ser- efectivamente lícito. En consecuencia, en un mundo como
éste no ha de resultar extraño que se haya privilegiado una lectura
extremadamente antiilustrada de Nietzsche y que éste sea así un autor
apreciado más como profeta de un subjetivismo romántico, que desde el
ámbito de la estética intenta extrapolarse infructuosamente a los de la
ética o la epistemología, que como ejemplo de un ideal radicalizado de
racionalidad. Que tal lectura de Nietzsche es la que resulta adecuada contemporáneamente se comprende sin dificultad cuando se repara en que
los consumidores son sujetos a los que no hay que convencer, sino que
seducir o, más aún, sujetos a los que se los convence en la misma medida
que se los seduce. El área de consumo masivo, el centro comercial,
es el epítome material de esta fabulosa operación estratégica15 y el marketing
es la disciplina que se encarga de su racionalización. Como en cualesquiera
otros casos contemporáneos de reconocida exigencia estética,
todo cabe y todo es lícito –defender lo contrario o algo alternativo
sería, sencillamente, intolerable. No obstante, de lo que se trata fundamentalmente es de generar un sacudida emotiva, un trastocamiento
íntimo, que ha de reproducirse como una reberveración en la multitud,
y cuyo objetivo último consiste en plegarla al ademán final, uniformizador:
el del pago; sólo entonces –se observa en el lenguaje, en los ges-
tos– es completa la obsequiosidad del vendedor. Sobre la base de esta
experiencia que, no por habitual deja de ser demoledora, el pluralismo
admisible ha de derivar forzosamente hacia el subjetivismo, esto es, hacia
la exaltación del cálculo introvertido, la comparación de corto alcance,
la reproducción interminable de actitudes que favorecen la subyugación
y, por tanto, el discernimiento limitado. Sin embargo, dado que
en esos macroescenarios del consumo se han establecido las posibilidades
mínimas para poder calcular, comparar, divertirse y discernir, los
individuos aún pueden albergar el pensamiento consolador de que no son
objeto de manipulación alguna, sino que, por el contrario, siempre tienen
la última palabra. Por si quedaba alguna duda, junto con el recibo,
suele traspapelarse un cuestionario en el que uno puede decir que no
quedó satisfecho. Culmina así, mediante la apelación a la elección y opinión
libres, convertidas ya en fetiches, el acceso voluntario a la opresión
por parte de los individuos, los cuales, con todo, aún creen estar practicando
la forma de libertad más perfecta posible. El pluralismo se erige
así como la ideología que oculta la obediencia de la sociedad al consumo
y, por tanto, la que enmascara el sometimiento forzoso al mismo de cada
uno de sus miembros bajo la imagen festiva y cándida de la inagotable
pluralidad de las opciones.
3. La insuficiencia de las instituciones intermediarias
El pluralismo puede ser caracterizado como una ideología moderna o
postmoderna. Sin embargo, la decisión que tomemos acerca de la pertinencia
de uno u otro rótulo dependerá del modo en que comprendamos
aquello sobre lo que esta ideología reposa: la sociedad de consumo contemporánea, la cual puede ser tan peculiar a la modernidad tardía como
a la postmodernidad en la medida que nos detengamos, respectivamente,
bien en los aspectos que indican una continuidad, bien en los que
señalan una ruptura en relación con las épocas precedentes. Ahora bien,
la declaración de la modernidad o postmodernidad de la sociedad de consumo
no debería ocultar en ningún caso el espíritu profundamente regresivo
que la acompaña. El consumismo, el cual, como ya hemos sugerido,
parece respetar escrupulosamente la subjetividad libre, degenera
en la opresión de todas las subjetividades, y no sólo de aquellas que, debido
a su capacidad adquisitiva, pueden someterse voluntariamente al
único patrón de comportamiento útil que es capaz de admitir, sino tam-
bién de las que, por sus exiguos o inexistentes ingresos, se ven frustradas
al no poder participar en la celebración cotidiana y frenética de las
áreas comerciales. Entre los que no pertenecen al creciente batallón mundial
de los –en expresión de Bauman- flawed consumers (consumidores
fallidos), las operaciones más habituales de pensamiento acaban por reducirse
a aquellas que, en la infancia del individuo o la humanidad, sirvieron
para cosechar los primeros elementos del sentido de la vida. ¿De
qué modo surge el sentido en la vida humana? Los sociólogos Peter L.
Berger y Thomas Luckmann responden sin titubeos: «Consideradas individualmente,
las experiencias no tendrían aún sentido. Sin embargo,
como un núcleo de experiencia que se separa del trasfondo de aprehensiones,
la conciencia capta la relación de este núcleo con otras experiencias.
La forma más simple de tales relaciones es la de ‘igual a’, ‘similar
a’, ‘diferente de’, ‘igualmente buena que’, ‘distinta y peor que’, etc.
Así se constituye el nivel más elemental de sentido.»16 Esto significa, por
consiguiente, que en los ultramodernos centros comerciales de la actualidad,
donde muchas personas pasan largas horas dedicándose al cotejo
constante de los productos o los servicios que se les ofrecen, la actividad
pensante se retrotrae a su nivel más primitivo y obvio. Los
comportamientos que expresan generalmente estos sencillos esquemas
mentales son la imagen invertida de aquellos otros que, como testimonio
de sofisticados esfuerzos intelectuales orientados a refinar los métodos
de venta, debieron hacerse para acabar provocándolos. El ejercicio
de la inteligencia al servicio de la generación deliberada de cerrazón y olvido17
significa que la vileza consciente de los técnicos de venta se impone
como vileza inconsciente en la legión de los que compran, pues sólo
como una desvergonzada instigación de la animalidad y, por tanto,
como justificación de su dominio, puede entenderse la utilización del saber
–por ejemplo, el conocimiento de la estructura perceptiva y los mecanismos
de respuesta emocional humanos– a fin de incrementar las ventas.
Pero incluso este uso del saber es, con todo, necesario: en el escenario
de la compraventa masiva, del consumo exacerbado, la razón sólo puede
encontrarse verdaderamente a salvo si es capaz de demostrar su
eficacia, su competencia para rentabilizar cualquier cosa, su sumisión
al valor de cambio.
En este sentido, en la vida diaria de las sociedades desarrolladas, el
consumismo constituye el proceso más amplio, profundo y eficaz para
diluir los órdenes de sentido no asentados directamente sobre las relaciones
de intercambio, esto es, el consumismo socava aquello a lo que
los individuos pueden atribuir reflexivamente valor –justamente, lo que
no se hace a cambio de otra cosa– y lo suplanta por el reflejo valórico
que se deduce del hecho de la compraventa, lo cual quiere decir que se
reduce a la mera consagración de éste. Ante este panorama general,
¿puede defenderse legítimamente algún tipo de reforzamiento de los vínculos
intersubjetivos capaz de aminorar la atomización progresiva que el
consumismo introduce tanto en los individuos como en sus acciones así
como igualmente capaz de ofrecer un orden de valores que trascienda la
santificación vertiginosa de los hechos? En relación con el pluralismo,
Berger y Luckmann, inspirándose en las reflexiones de Émile Durkheim
acerca de las instituciones intermediarias de la sociedad, sostienen que
éstas constituyen, pese a su precariedad, los únicos diques coherentes
capaces de entorpecer el torrente de las crisis de sentido pandémicas a
las cuales la modernidad es tendencialmente propensa. Cuestionando en
parte la validez general de la conocida tesis sociológica de la secularización,
otorgan al pluralismo moderno el rango de causa principal en tales
crisis de sentido. Para demostrar su argumento, bucean en los estratos
antropológicos primarios en los que aparecen inicialmente las formas
del sentido de la vida: en principio, señalan, el sentido es simplemente
«conciencia del hecho de que existe una relación entre las varias experiencias
»;18 posteriormente, el sentido se hace complejo porque se genera
continuamente a partir de la interacción entre la conciencia individual
y los depósitos de sentido acumulados históricamente, esto es, en
la intersección entre los significados subjetivos aportados por el sujeto y
el sentido objetivado socialmente por la comunidad. Los depósitos de
sentido, procesados en instituciones sociales de índole diversa, tienen como
función principal evitar a los individuos la penosa tarea de repensar
el mundo cada día o ante cada nueva dificultad. En todas las sociedades
se han desarrollado, principalmente a través de formas religiosas o
filosóficas, configuraciones de valores supraordinales, las cuales constituyen
los pináculos más abstractos de los esquemas de acción que se
aplican en ellas. A pesar de que estas configuraciones de valores representan
las áreas de sentido procesado más sofisticadas, cabe decir que
su presencia responde fundamentalmente a la existencia de un conjunto
de problemas prácticos, en particular «explicar y regular, de una manera
que tenga sentido, la conducta del individuo en su relación con la
comunidad, tanto en la vida diaria como en la superación de las crisis...».19
Ahora bien, mientras que en las sociedades tradicionales la tendencia a
la monopolización del sentido restringe la aparición de crisis, en las
modernas no se produce una coherencia en torno al reconocimiento de
un orden común de valores y, además, se generaliza una competencia
por aspirar a controlar la producción, la comunicación y la imposición del
sentido. Siendo ésta –la circunstancia estructuralmente pluralista– la condición
básica para la proliferación de crisis de sentido subjetivas e intersubjetivas,
Berger y Luckmann indican que contribuye a ella de manera
relevante la moderna diversificación funcional de las instituciones
económicas, políticas y religiosas, todas las cuales «se han separado del
sistema de valores supraordinales y determinan la acción del individuo
en el área funcional que ellas administran».20 Toda pretensión de extrapolar
los sentidos particulares de cualesquiera áreas funcionales a otras
es estéril; no obstante, si así se hiciera, no redundaría en la creación
de un esquema integrado de sentido supraordinal con competencia para
ir más allá de «fórmulas insulsas».21 Ello es lo que explica que, en las
sociedades modernas, se mantengan las aspiraciones de promoción de
sistemas de sentido globales por parte de las grandes instituciones funcionales
al mismo tiempo que, generalmente, la conducta orientada a valores
se retrotrae a la esfera privada. Tal es la situación social característica
del pluralismo y, en la medida que éste, haciendo de la necesidad
virtud, aparece como valor supraordinal de una sociedad, puede hablarse
de pluralismo moderno.
Según Berger y Luckmann, más allá de lo aportado por el desarrollo
de la modernidad en términos de diferenciación funcional y secularización,
puede argumentarse que es el pluralismo moderno el que se erige
como condición básica de las crisis de sentido. Por una parte, la diferenciación
funcional no comporta necesariamente crisis de sentido porque
incorpora tres factores que impiden la explosión de éstas: la conservación
de «instituciones, subculturas y comunidades de convicción que
transmiten valores trascendentes y reservas de sentido»,22 la legalización,
que «ignora los diversos sistemas de valores de aquellos que resultan
afectados»23 y la moralización de los diversos ámbitos profesionales,
la cual «prescinde de un orden de sentido global».24 Por otra parte,
la tesis de la secularización, que consiste esencialmente en señalar como
causa principal del resquebrajamiento del orden global de sentido en
la modernidad el repliegue de la religión, tampoco se distingue como la
razón que explica las crisis de sentido contemporáneas; por el contrario,
la tesis de la secularización se limita a llevar a cabo una simplificación de
una circunstancia muy compleja, pues, en primer lugar, no hay nada específicamente moderno en la existencia de individuos que no hacen de
la confesión religiosa el centro de sus vidas y, en segundo lugar, como se
verifica en el caso de los Estados Unidos, la secularización no es algo
intrínseco a la modernidad. Por tanto, no es el secularismo lo que ha dado
a la modernidad sus particulares crisis de sentido, sino el pluralismo:
«El pluralismo moderno conduce a la relativización total de los sistemas
de valores y esquemas de interpretación. Dicho de otro modo: los
antiguos sistemas de valores y esquemas de interpretación son ‘descanonizados’.
»25 La agudización de esta circunstancia aboca a los individuos
a poner en tela de juicio el mundo, la sociedad, sus vidas e identidades
personales. El pluralismo moderno fomenta así «la pérdida de lo
que se da por sentado» no solamente en la dimensión ética –tal vez la
más visible-, sino también en la ontológica y epistemológica: «Las arraigadas
interpretaciones de la realidad se transforman en hipótesis. Las
convicciones se tornan en una cuestión de gusto. Los preceptos se vuelven
sugerencias.»26 La garantía última de que el predominio de la provisionalidad,
la superficialidad y el eclecticismo no termine conduciendo
a una crisis general de sentido, sino que, por el contrario, se mantenga
conformando una situación de crisis latente de sentido –el pathos característico
de las sociedades modernas que tan acertadamente supo anticipar
Nietzsche-, se encuentra en la reserva existente de instituciones intermediarias.
Estas instituciones, que han de mediar efectivamente entre
los individuos y las grandes instituciones en las cuales se acumula el sentido
objetivado, producen sentido para hacer mínimamente comprensible
a aquéllos su propia circunstancia vital; y lo hacen en substitución de
los antiguos ritos de transición que, tradicionalmente, habían orientado
la conducta en momentos decisivos de la experiencia humana. Pero la
instituciones intermediarias no constituyen meramente un recurso con el
que sobrellevar las consecuencias de las crisis de sentido subjetivas; son
también medios a través de los cuales pueden concretarse las aportaciones
que los individuos deseen realizar a la comunidad, es decir, «instituciones
que permiten que los individuos transporten sus valores personales
desde la vida privada a distintas esferas de la sociedad,
aplicándolos de tal manera que se transforman en una fuerza que modela
al resto de la sociedad».27
Teniendo en cuenta este aspecto, podría decirse en consecuencia que
las instituciones intermediarias procuran canalizar y dar expresión concreta
a los impulsos que surgen de la sociedad civil. Debido a su capacidad
moderadora de las crisis de sentido pandémicas y a su versatilidad
para transportar la energía subjetiva a la colectividad, por su carácter
protector de la identidad personal y por su idoneidad para proyectarla
hacia la sociedad, toda institución intermediaria representa una estructura
francamente necesaria para las sociedades modernas. Ahora bien,
el carácter indispensable de tales instituciones no asegura –y menos aún
en las circunstancias presentes- su instalación en la sociedad; de hecho,
sólo disponen de dos opciones realistas de actuación: concurrir en el mercado
para entrar en competencia con muchas otras instancias alternativas
proveedoras de sentido o recurrir al Estado para recabar su apoyo
institucional, financiero o simbólico. Por consiguiente, las circunstancias
del pluralismo moderno exigen que las instituciones intermediarias, cuya
competencia se reduce básicamente a «administrar dosis homeopáticas
»28 contra la proliferación de crisis de sentido pandémicas, no a eliminar
sus causas, sean apoyadas por los medios de comunicación tanto
públicos como privados en el contexto de un mercado abierto así como
por la acción del Estado mediante sus políticas sociales o culturales. La
implicación de instancias públicas y privadas en la promoción de tales
instituciones debería hacerse, en todo caso, atendiendo a una triple
exigencia: «las instituciones intermediarias deberían ser apoyadas allí
donde no encarnan actitudes fundamentalistas, allí donde sustentan los
‘pequeños mundos de vida’ de comunidades de sentido y fe, y allí donde
sus miembros se desarrollan como portadores de una ‘sociedad civil’
pluralista».29 En la equidistancia entre la opción fundamentalista y la relativista, frágiles, como hojas asidas milagrosamente a sus tallos en el
vendaval de la diferenciación estructural de la sociedad, e impotentes para
detener la socavación permanente que lleva a cabo el pluralismo, estos
‘pequeños mundos de vida’, según Berger y Luckmann, aún pueden
garantizar un refugio, si cuentan con el apoyo adecuado, para que los individuos no se sientan como completos extraños en el mundo actual.
4. Consumo masivo e instituciones intermediarias
Las reflexiones de Berger y Luckmann en torno al papel desempeñado
por las instituciones intermediarias, pese a su innegable tono analítico,
están animadas por la esperanza de preservar al organismo social
de la enfermedad que suponen las crisis de sentido. No obstante, hay
motivos para pensar que este optimismo moderado se resentiría rápidamente
si, en lugar de asumir implícitamente la corrección de los mecanismos
de estratificación social, prestásemos atención a una perspecti-
va menos complaciente sobre los mismos en la línea de la hipótesis que
planteábamos en la segunda sección de este trabajo. Cuando ponemos
en conjunción la circunstancia que justifica el pluralismo del consumo
–esto es, el consumismo– y la existencia precaria de las instituciones intermediarias, entonces éstas aún parecen ser más insuficientes de lo que
lo son en la cautelosa descripción de Berger y Luckmann. ¿Qué «pequeño
mundo de vida» puede mantenerse a salvo de la irrupción del consumismo
y, suponiendo que así lo hiciese, qué clase de «barrera del precepto
» habría de haber levantado frente a este mundo que no lo condujera
hacia posiciones fundamentalistas, las cuales, por otro lado, pretende
evitar?
Por otra parte, mientras estas instituciones han de responder aparentemente
a la existencia de terribles crisis de sentido, el pluralismo del
consumo difícilmente admitirá que el horizonte casi infinito de las opciones
de consumo, en las cuales incluye las alternativas políticas de una
sociedad democrática, pueda generar algún tipo de incertidumbre insoportable
puesto que, como figura ideológica superior del consumismo, no
sólo no puede reconocer que éste sea incomprensible, sino que, por el
contrario, encuentra un sentido en cada acto de compraventa; es más:
el pluralismo del consumo se ve forzado a admitir en cada uno de estos
actos la expresión del mismo sentido, la realización de un mismo valor,
el de la rentabilidad. Esto significa que la diferenciación estructural de las
sociedades modernas y el hecho de que el pluralismo se erija como el valor
supraordinal de las mismas no son obstáculos para que, en realidad,
un valor determinado, extraído de un área funcional concreta, predomine
a despecho de que, según la opinión de Berger y Luckmann, produzca
meramente «fórmulas insulsas». Formalmente, el pluralismo, sin
calificativo alguno, es el valor por antonomasia de la modernidad; materialmente, lo es la rentabilidad, oculta bajo la forma de un pluralismo
restringido a la diversidad de las opciones de consumo. La prosperidad
que subyace al consumismo y las prácticas precisas que éste promueve
en los individuos30 evitan en general que la mayoría de las personas vivan
sus vidas con la impresión de que éstas penden de un hilo sobre el
absurdo. Pero la perspectiva abierta por el pluralismo del consumo revela
que las crisis de sentido se mantienen latentes en una sociedad de
consumo exacerbado, entre otras razones, porque las reglas de juego están
claras para todos y a muy pocos se les ocurre ponerlas en cuestión:
que el mercado sea abierto, que la publicidad sea invasora, que la elección
sea libre, que se considere individual la satisfacción y privada la pro-
piedad son cosas de las que casi nadie duda y que, por tanto, casi todos
consienten. He aquí los puntos del mapa a los que aún resulta inexcusable
atender y cuya configuración todavía proyecta un orden de sentido
fácilmente reconocible; he aquí lo que rige las prácticas de los adultos
y en cuyo reflejo se socializan eficazmente los niños, el inconfesable
patrón de medida, ya de la identidad personal constituida, ya de la que
se está constituyendo; he aquí también los confines del pluralismo. Más
allá de éstos ha de encontrarse aquello que la pluralidad admisible del
consumismo sería incapaz de absorber, aquello que, virtualmente, podría
actuar como disolvente del mismo. Pero, lógicamente, esto sólo puede
ser hoy lo que carece de sentido. Admitir en la actualidad la mera sugerencia
de un mundo ajeno al consumismo –como recurrentemente suele
pensarse ante la exposición de otras propuestas utópicas– conllevaría
el riesgo de ser tomado por un perturbado del que se sospecha, no
obstante, que ha precisado de su sinsentido para comprender perfectamente
el carácter real de nuestro mundo.
En cambio, Berger y Luckmann admiten que la sociedad de consumo,
lejos de ser transparente, fomenta la proliferación de crisis de sentido.
Aunque así fuese, no puede dejar de observarse que las crisis de
sentido padecidas por los consumidores no tienen punto de comparación
con las experimentadas por los que no pueden acceder al escenario del
consumo, es decir, los excluidos del consumo, los consumidores fallidos;
con otras palabras: se debería admitir en general que el mundo no se
resquebraja para aquellos que disfrutan de la fiesta, sino más bien para
los que se quedan a su pesar en la puerta. Los conflictos intersubjetivos
en una sociedad que exhibe como su rasgo definitorio el consumismo
se generan en torno a las maniobras que llevan a cabo los individuos
para acceder a, mantener o expandir las posibilidades de consumo y es
el éxito o el fracaso relativos de tales movimientos lo que determina que
la divisoria fundamental ya no se establezca entre capitalistas y proletarios,
sino entre –la terminología, una vez más, la tomamos prestada de
Bauman- turistas y vagabundos.31 Al parecer de Bauman, ambas figuras
responden de formas contrapuestas al principio de estratificación propio
de la sociedad de consumo: la movilidad; la del turista es amplia y
voluntaria, y persigue la satisfacción de expectativas profesionales o el
mero placer; la del vagabundo es estrecha y forzada, y se limita a encontrar
un nicho dentro del ámbito local en el que sea posible no pasarlo
peor.32 A pesar de que tanto el turista como el vagabundo son consumidores,
no hay ninguna duda de que éste lo es de manera imperfecta.
«En realidad, los vagabundos no se pueden permitir la clase de elecciones
sofisticadas en las cuales se supone que han de sobresalir los consumidores;
su potencial de consumo es tan limitado como sus recursos
y esto es un inconveniente que hace que su posición en la sociedad sea
precaria.»33 En este sentido, ni los órdenes de sentido que introducen localmente las instituciones intermediarias, ni la legalización –que siempre
pretende aparecer como el pulcro espinazo de la sociedad- ni, tampoco,
la moralización de las diversas esferas profesionales pueden impedir
que las crisis de sentido se ensañen especialmente con los vagabundos;
y ello se debe, en buena medida, a que estos elementos de
control social se han diseñado, no bajo el presupuesto de servir a una
sociedad con un creciente número de vagabundos, sino en una perspectiva
de contención de la pérdida de sentido para una sociedad de turistas,
dentro de la cual las más amplias posibilidades de elección no deben
resultar incompatibles con un sentido último y diáfano de la interacción
social y una cierta cuota de orden jurídico y moral, por circunstancial que
ésta sea. El diagnóstico de Berger y Luckmann acerca de la relevancia de
las crisis de sentido puede ser exacto, pero se equivoca en cuanto a quiénes
son los sujetos que las sufren más acusadamente. Mientras que
para los vagabundos esta situación se hace desgraciadamente habitual,
para los turistas –e incluso sólo para aquellos más conscientes– siempre
se reduce a momentos esporádicos, los cuales pueden reverberar de manera
especial en las formas sofisticadas de la filosofía, la literatura o el
arte, y en los que aquéllos acaban experimentando el hastío por una
vida mecánicamente sujeta a un expolio autoinfligido junto con la ilusión
melancólica de que algún día las cosas pudieran ser de otra manera.
Parece razonable admitir que en esta tesitura se hallarán no sólo los
individuos particulares sino además aquellos cuyos grupos constituyen
las instituciones intermediarias. Para éstas, las alternativas que plantea
el pluralismo del consumo no deben de ser especialmente estimulantes,
pero habrán de asumirlas si no pretenden acelerar su propio proceso
de extinción. La adaptación favorece su desnaturalización y la consiguiente
pérdida de credibilidad, si bien garantiza la supervivencia; pero
la intransigencia, expresada a través del mantenimiento numantino de
un orden fijo de sentido, repugna al pensamiento autónomo y contribuye
a la creación de células fundamentalistas cerradas a la práctica social
dominante. Es evidente que la mayoría de las instituciones intermediarias
en las sociedades de consumo contemporáneas toman la primera opción,
lo cual significa –igual, por cierto, que si tomaran la segunda– que
se ponen en marcha para traicionar su propósito. No se acaba de comprender
cómo las iglesias, por poner el ejemplo más sospechosamente
socorrido de Berger y Luckmann, pueden «mantener la estabilidad y la
credibilidad de las ‘grandes instituciones’ (principalmente del Estado) y
[disminuir] la ‘alienación’ de los individuos en la sociedad»34 si se admite
al mismo tiempo que «deben probarse a sí mismas en el mercado libre
» y que «la gente que ‘compra’ una determinada fe constituye un grupo
de consumidores»,35 y ello, cuando se acaba de reconocer que el
consumismo es uno de los factores desencadenantes de las crisis de sentido.
¿En qué consistirá, pues, la labor paliativa de las iglesias en tanto
que instituciones intermediarias ante crisis de esta naturaleza? ¿En subsumirse
al mecanismo que las favorece?
Por otra parte, hay un problema en la idea de que el amparo público
o privado de las instituciones intermediarias está justificado sobre la base
de contener las crisis de sentido. En primer lugar, como ya hemos visto,
las crisis de sentido no tienen por qué tener un carácter permanente
y devastador en la sociedad de turistas. Pero, en segundo lugar, aunque
se aceptara que lo tienen, no acaba de estar claro que un Estado moderno
deba comprometerse en la promoción de comunidades de vida y
fe. Por un lado, la razón que se aduce para ello no parece ser ni suficiente
ni visible para la mayoría; pero, por otro lado, cabe suponer que al Estado
sólo le resta una vía para no reproducir el destino de las instituciones intermediarias a una escala aún mayor: mantenerse al margen de su iniciativa.
Con todo, dejando a un lado este motivo teórico, todavía subsiste
una dificultad práctica: la sociedad de consumo ha terminado produciendo
en general un Estado débil, deficitario, sometido a presiones múltiples
y que sólo goza de un cierto respaldo porque facilita las operaciones del
mercado mundial de consumo mientras que, por otra parte, debe encargarse
de resolver la gestión de las externalidades provocadas por
los movimientos de instalación, explotación y fuga de capitales. Si el
Estado pretende –y difícilmente podría no pretenderlo- ser beneficiario
indirecto de las inversiones privadas en el territorio bajo su control administrativo, entonces cualesquiera otras maniobras en el terreno económico
le están vedadas. Como apunta Bauman: «Sea lo que sea que
quede de la política, se espera que, como en los viejos tiempos, el Estado
se ocupe de ello; pero al Estado ya no se le permite mezclarse en nada
que tenga que ver con la vida económica, y cualquier intento que vaya
en esta dirección se enfrentaría con la acción inmediata y punitiva de los
mercados mundiales.»36 Por lo que respecta al apoyo que puedan pres-
tar los medios de comunicación públicos o privados, parece que Berger
y Luckmann hayan asombrosamente olvidado que también operan en
función de una audiencia que siempre pretenden incrementar. Cuando
una comunidad de vida o fe (ecologistas radicales, budistas, amish, etc.)
consiguen atraer bastante la atención como para obtener un espacio mínimo
en los medios es, preferentemente, a costa de la ausencia de una
explicación seria de su mensaje y de la exhibición irreflexiva de su exotismo,
y eso cuando no sirven de mera excusa para los comentarios mordaces
de los jóvenes y, a menudo soberbios, periodistas urbanos.
En conclusión, las instituciones intermediarias pierden su ya frágil soporte
en las circunstancias del consumo masivo y se convierten al fin
en opciones sofisticadas de consumo, en hojas danzando en el vendaval
que pretendían contener. Las instancias de auxilio que, según Berger
y Luckmann, podrían garantizarles una cierta autonomía y solvencia se
ven socavadas por el mismo proceso que afecta a las instituciones que
aspiran a preservar. La infinidad rutilante de los objetos de consumo y la
nebulosa simbólica que la envuelve se yerguen finalmente ante los individuos
como el único y definitivo escenario donde pueden expresar sin
cortapisas su libertad, si bien ésta se reduce a la mera y estéril disponibilidad
para ser seducido. Con toda probabilidad, el propósito de que la
libertad se entienda sólo de este modo –como hipnosis- expresa también
la razón última de que la publicidad actual insista de manera tan obsesiva
en su encumbramiento.
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Notas
1. Para algunos autores, que señalan la tendencia histórica hacia el monismo
dentro del conjunto de la filosofía occidental, esto no resulta sorprendente en
modo alguno. Para un revisión de este tópico, puede consultarse Bhiku Parekh:
«Moral Philosophy and its Anti-pluralist Bias», en
and Pluralism, Cambridge University Press,
2. Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, en Filosofía de la
historia, F.C.E, México, D.F., 2000, cuarto y quinto principios, pp.46-50.
3. Obras completas de Federico Nietzsche, Tomo XII, Aguilar, Madrid, 1933,
p.278.
4. Ibíd., p.274.
5. «Pluralismo y democracia: la filosofía política ante los retos del pluralismo
social», en Fernando Quesada (Ed.): La filosofía política en perspectiva,
Anthropos, Barcelona, 1998, pp.69-97.
6. El pluralismo posesivo y el asociativo son fenómenos que tuvieron su génesis
histórica en el contexto del desarrollo del capital monopolista y, en particular,
en el escenario de la sociedad de consumo; el primero se desplegó en
los años cincuenta del siglo XX, mientras que el segundo lo hizo a partir de los
sesenta y setenta. Creemos que podría argumentarse incluso que el pluralismo
asociativo, que en algunas de sus manifestaciones defiende valores opuestos
o alternativos a los de la sociedad de consumo, refleja ésta, pese a ello, de
una manera aún más cabal.
7 «El pluralismo y la dialéctica de la incertidumbre», Estudios públicos, 67,
1997, p.3.
8. Ibíd., p.4.
9. Ibíd., p.11.
10. Postmodernidad, Alianza, Madrid, 2000, p.133.
11. Ibíd., pp.117-18.
12. Globalització. Les conseqüències humanes, Pòrtic y Ediuoc, Barcelona,
2001, p.125. [Todas las traducciones del texto son nuestras.]
13. Javier Martínez y José María Vidal (Eds.): Economía mundial, McGraw-
Hill, Madrid, 1995, p.276.
14. Como un ejemplo particularmente extremo de esta tendencia a la incomprensibilidad
de algunas preferencias de consumo, nos parece pertinente
mencionar una noticia aparecida en La Vanguardia el 4 de noviembre de 2002
en la que se explicaba que una galería de arte suiza había puesto a la venta 100
envases de vidrio conteniendo excrementos de artistas y críticos de arte al precio
de 6000 dólares cada uno.
15. Para una descripción exhaustiva e inquietante de los nuevos medios de
consumo tal como se han desarrollado en los Estados Unidos, véase George
Ritzer: El encanto de un mundo desencantado, Ariel, Barcelona, 2000.
16 Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, Estudios públicos, 63, 1996, p.4.
17. «En la cultura de la sociedad de consumo, se trata principalmente de olvidar,
no de aprender.» Globalització..., p.124.
18. Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, p.4.
19. Ibíd., p.8.
20. Ibíd., p.16.
21. Ibíd., p.18.
22. Ibíd., p.23.
23. Ibíd., p.23.
24. Ibíd., p.23.
25. Ibíd., p.28.
26. Ibíd., p.34.
27. Ibíd., p.40.
28. Ibíd., p.48.
29. Ibíd., p.49.
30. «El deber de tener el papel de consumidor es lo que determina la manera
como la sociedad moderna forma a sus miembros.», Globalització..., p.122.
31. Globalització..., cap.IV, pp.117-43.
32. Ibíd., p.128.
33. Ibíd., pp.137-8.
34. Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, p.41.
35. Ibíd., pp.34-5.
36. Globalització..., pp.106-7.
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